La cita inicial de Virginia Woolf ya nos advierte de lo que viene a continuación: el despertar, el desangrarse de una persona que podemos nombrar, pero a quien aún no conocemos. Como un libro cerrado entre los brazos de quien va en tren o metro, la hemos visto transitar de aquí para allá, sabemos dónde ha estado, qué ha hecho, intuimos hacia dónde va e incluso aventuramos si ha sufrido o disfrutado por lo que se desprende de sus gestos. Pero es un libro cerrado, somos ajenos al contenido, no conocemos la historia.

Este deambular comienza en una adultez algo difuminada, donde los restos de adolescencia siguen pegados a las suelas.

Colgó el hábito de la niñez

esparciéndola en los primeros de la adolescencia

en los que aún dormida

volvía a rasparse las rodillas en el parque.

 

No mucho después, abría su armario

para examinar aquella prenda negra y sensual

cuya elección no comprendía

pero le hacía sentir mujer.

 

Casi llegaba a la veintena,

ya había conocido la embriaguez

y la profunda pérdida.

 

En tiempos donde los seres son descripciones y fotografías brillando en la pantalla, nos hartamos de residir en esa realidad paralela y separamos la vida y la literatura. Llega el momento de romper a vivir, y arribamos a la ciudad-sin-nombre, por cuyas calles convivimos con músicos bohemios y rompemos el tiempo para cruzar las sombras de Guernica y vivir los felices años 20.

 

Repostaje de sexo esporádico,

personas mordaza,

opiniones enfrentadas,

estaciones de servicio.

Cafeína.

Silencio.

Vapor.

 

Supuestas primeras citas

que esconden secretos.

103 habitaciones en hoteles

cerrados

llenas de hálito impaciente.

 

Este camino, iniciado en soledad, nos enseña a desplegar las alas al compás de los demás y nos conduce a la transmutación de los espejos, convertidos ahora en pupilas donde reflejarnos. A partir de ese momento posamos para ser retratados en verso, conocemos la amistad, descendemos las escaleras y recuperamos la infancia y aquella inocente heroicidad.

 

El bosque comienza a arder

de confusión

y las tipas disney

cobran vida

sobre equinos de ensueño.

 

Mulán y Pocahontas

traban buenas migas

olvidando al hombre

que perdona

honrando a sus ancestros en la lucha.

 

Y en un estremecimiento

terráqueo,

casi orgásmico,

tiramos nuestras lentes

que escrutan prejuiciosas

y Elsa nos salva del deshielo

con un abrazo de gélida hermandad.

 

De este modo logramos abandonar la ciudad-sin-nombre y encontrar, ya lejos de allí, el refugio atemporal que siempre ha estado aguardándonos: un techo contra las tormentas (aunque seguimos saliendo a correr bajo la lluvia), un salón con mecedora y lóbregas energías que proyectan nuestra vida como una serie.

 

Salgo.

 

Corro apurada

bajo la tormenta.

 

Y me acuerdo de aquellas noches,

esas que no volverán;

en los días que colgaba

mis vestidos mojados de amar.

 

Vivimos abrazados a la soledad del refugio y perdemos la noción del tiempo hasta que, un día, al volver de la ciudad…

 

Levanté la mirada.

Las luces estaban encendidas.

La puerta entreabierta.

Aquel refugio era de color azul…

Tras haber atravesado el bosque de la rutina,

encontré huellas en la tierra.