En este mismo instante

PRÓLOGO DE MARÍA MARÍN

La historia se cuenta a través de instantes, no somos un mero eje cronológico. Si echamos la vista atrás y miramos hacia nuestra niñez, no pensamos en un periodo de tiempo cerrado, estimado entre unos años y otros, sino que puede que la mente nos traiga una y otra vez los mismos momentos, marcados para siempre en nuestra memoria.

Instantes que parecen estar fuera del tiempo, alejados del discurrir natural de las horas, para siempre perennes en grandes vitrinas de cristal a las que poder asomarnos si es necesario. Por supuesto que no todos son agradables, la tristeza es otra parte ineludible de la existencia.

Eso es Kairós: los instantes y recuerdos que cimientan nuestra historia, los instantes sobre los que se erige el primer poemario de Alicia Párraga, quien consigue lo que debe ser una de las metas de la literatura, esto es, hablar de todos nosotros sin hacerlo, hablando desde un yo.

Alicia conoce la sabiduría de los antiguos griegos y acierta de pleno al nombrar así al poemario. En estas páginas están esos pliegues en el tiempo en los que aparece Kairós, esos momentos que no sabemos lo que duran y que poseen una importancia especial, que cambian lo que somos y lo que seremos.

Alicia Párraga

Porque el tiempo sucede, el tiempo siempre sucede. Lo vemos pasar mientras esperamos ese algo que el alma anhela desde su creación en la noche de los tiempos, ese algo que llevamos incrustado dentro, en lo más profundo. El tiempo pasa, el tiempo siempre pasa. Absortos asistimos a su historia mientras recordamos los momentos que hicieron confluir las estrellas.

Porque es eso el tiempo: espera y recuerdo. Lo que hay justo entre ellos es el instante, ese instante fugaz, y para siempre irrepetible, en el que querríamos instalarnos a vivir para toda la eternidad, o donde no querríamos haber estado nunca.

De esos instantes nos quedan heridas, algunas todavía abiertas, sin suturar, nos quedan ausencias de lugares y personas, nos queda el sabor en la boca del amor de la noche anterior, nos queda no haber aprendido a bordar.

Nos quedan las huellas del recuerdo, alojadas en algún lugar al que no hemos vuelto, pero del que tampoco nos fuimos del todo. Lo que queda de nosotros en esos lugares se mezcla con lo que queda de los nuestros en ese mismo espacio, y con la nostalgia de permanecer allí, con ellos, porque «¿Quién no sueña con quedarse/ entre los suyos?».

María Marín, autora del prólogo

Los dioses, los mitos y las ninfas de una Grecia antigua han tomado tierra en estas páginas, Alicia los invoca para nosotros y hace que se acerquen para que podamos verlos de cerca. Están en el mar y en el aire y sufren el tiempo. Son como nosotros, insertados todos en el juego de Kronos, tienen el rostro de una madre y de un padre, tienen manos de abuelas que cosen, y respiran junto a nosotros al otro lado de la cama por las noches.

Pero en esas páginas de mitos y dioses hay también miedo, hay temor a dejar caer la máscara, a desprenderse del escudo que nos maquilla el rostro tras el que nos ocultamos, tras el que nos protegemos y sentimos seguros si los días son grises, o a la noche no hemos conseguido dormir pensando en lo que vendrá y en lo que no.

 Todo es incierto, y a veces la existencia misma no es más que un debate entre dar un paso más, o no, en la cuerda floja mientras hacemos malabares; aunque en otros momentos hay miedo en la incertidumbre, y encontrar algo a lo que asirse es un absoluto juego de azar. Pero en la duda a veces encontramos certezas que de otra forma sería imposible desvelar, y es entonces cuando sabemos que «Solo una gota separa/ el remedio del veneno», y que ese amor que sana y salva es el único que conoce al ser verdadero que se oculta tras la máscara, pues «solo su alquimia conoce/ mi dosis cabal». Únicamente ese amor, aparecido en un instante fuera del tiempo, nos completa y se completa, adictos el uno al otro, ambos hogar, siendo testigos del mundo.

Porque no es ninguna locura: el mundo es un sitio peligroso. Y el menor de nuestros miedos podría tener cuerpo y cabeza de león, si luego tenemos que enfrentarnos a las verdaderas bestias que pueblan la tierra, o si empiezan a arrebatarnos piezas del rompecabezas de manera irremediable e irreversible: «con su adiós,/ se lleva una pieza del puzzle,/ —cada vez más incompleto—/ que soy». Incluso si nos puede la impaciencia por el anhelo de algo que no llega todavía y nos quedamos «con la esperanza marchita/ de que un vergel de flores roture/ la tierra que puebla mi vientre.// Nada germina».

El mundo es un lugar cruel, nos rodea la injusticia, la enfermedad, la muerte. Basta echar solo un vistazo. Quien se para a mirar es posible que solo pueda dormir como un gato, alerta, con un ojo abierto, como duerme Alicia: «Yo,/ que duermo con los párpados en guardia,/ saco brillo a la sucesión de epitafios/ que pavimentan mis noches/ y precipitan mi despertar/ antes del primer canto del mirlo».

El tiempo pasa, sí, pero ante la espera y el recuerdo siempre nos quedará el instante y la certeza de que las despedidas suponen que alguien antes hubo; y que, mientras el mundo hace ruido, sí, enhebramos la aguja, sí, hubo hilo. Y, sí, quisieron enseñarnos a bordar.

Sí, Kairós, ha llegado el momento.