Prólogo de Carlos S. Olmo Bau para «Lobos que miran desde los pies de la cama», de Antoni Sanchiz

            En un diálogo, casi monólogo, de la película El indomable Will Hunting Sean Maguire (Robin Williams) se dirige al propio Will Hunting (Matt Damon) con un Si te pregunto por el amor, me citarás un soneto. Pero nunca has mirado a una mujer y te has sentido vulnerable. Ni te has visto reflejado en sus ojos. No has pensado que Dios ha puesto un ángel en la Tierra para ti, para que te rescate de los pozos del infierno, ni que se siente al ser su ángel. Al darle tu amor, darlo para siempre. Y pasar por todo, por el cáncer. No sabes lo que es dormir en un hospital durante dos meses, cogiendo su mano, porque los médicos vieron en tus ojos que el término horario de visitas no iba contigo. No sabes lo que significa perder a alguien. Porque sólo lo sabrás cuando ames a alguien más que a ti mismo. Dudo que te hayas atrevido a amar de ese modo.

El autor de “Lobos que miran desde los pies de la cama”, Antoni Sanchiz, sí que se ha atrevido y lo ha hecho intensamente, por encima de tiempo, por encima incluso de la muerte.

Estamos ante un enorme canto. Un enorme canto a la pérdida y, aunque pueda parecer paradójico, una canto enorme al encuentro y el reencuentro. Al encuentro y reencuentro con uno mismo y con el amor. El amor arrebatado que sin embargo perdura arraigado en las entrañas mismas, no sólo de la memoria, también de la conciencia y el sentir.

Por eso este conjunto de poemas no se dejan encorsetar bajo la etiqueta de lo elegíaco, ni pueden ser considerados la plasmación de un duelo, aunque algo de ambos recorra sus páginas. Porque estos son versos que también reflejan la impotencia como un no saber, no sólo como un no poder. Y el cansancio, el presagio de lo peor, el dolor del tacto y la mirada, la enfermedad, la tortura de la sala de espera, la hospitalización de la vida cotidiana, el abismo del quirófano…, que pese a todo dejan un resquicio a los momentos luminosos, una cierta rebeldía, la insolencia de seguir plantando batalla.

Alberga, en este sentido, aquella concepción unamuniana de Agonía, no como preludio de muerte, no como final de la vida, sino como lucha: Lucha contra la muerte… y contra la vida misma.

Pero si hay algo que hila los diferentes poemas de este libro, como agua subterránea que discurre entre sus versos, eso es el miedo. El miedo al miedo. El miedo a lo conocido deseado – el beso – . El miedo a lo conocido no deseado – la lágrima -. El miedo la desconocido, al otro lado del teléfono. El miedo, pues, como certeza y como duda.

Vivimos como si la muerte no existiera. Y está ahí. A veces, al lado, a nuestra vera. Dentro siempre. Y fuera.

Lo que hace “Lobos que miran desde los pies de la cama” es enfrentarse a ella aún desde la conciencia clara de la derrota, cambiando el campo de batalla para situarse no en el anhelo de inmortalidad, sino en el de eternidad. Una eternidad que más que contra la muerte se rebela contra el tiempo, a la manera del Abert Camus que entendía el provenir es la única trascendencia de quienes no tenemos dios… Conscientes de nuestra caducidad, nos resta hacer eternos aquellos momentos que así deseemos. Este libro es uno de esos acontecimientos.

Y lo es tanto por los sentimientos que lo alimentan y lo rodean, como por su contenido e incluso su forma. Con esa manera tan propia de Antoni Sanchiz de ocupar la página en blanco intentando abarcar todos los puntos cardinales de la misma como intentan las palabras, aunque no lo consigan, llenar los días y las noches. Sin prescindir, además, de ese aliento surrealista de textos anteriores y todo su animalario, aunque en esta ocasión llore.

Boria incorpora a su catálogo a una persona curtida en mil batallas y abierta a otras tantas más. Un autor que se desenvuelve a la perfección en el ámbito de la autoedición, los fancines, las revistas, ese pequeño gran formato que son las plaquettes y los recitales en bares, cafeterías, plazas, rincones, esquinas, lunes… y demás días.

Un poeta mayúsculo y humilde, subversivo, como un trapero al alba del día de la revolución (como decía Kracauer a propósito de Benjamin) que nos presenta un libro que hay que abrazar.