Nadie dijo a Stella que sería fácil. Ni difícil. Nadie dijo nada a Stella y ella, intimidada por una cultura que desconocía, sintió que hacía «lo correcto»: centrarse en su hogar y en su recién nacida con el apoyo económico de su marido, abogado en un importante bufet. Muy atrás —aunque no habían transcurrido más de tres años— quedaba la etapa en la que era ella quien sostenía la economía familiar con su trabajo de secretaria de dirección mientras Paco, relegado al ostracismo por su familia, terminaba la carrera. Tan lejos parecía quedar aquello que para Paco era como si nunca hubiera sucedido: existe un orden, un equilibrio que siempre ha estado ahí, y cada uno sabe a lo que atenerse para el adecuado funcionamiento de una «familia normal» (y no, no estamos en 1981, sino en 2004).

Ahora todos los domingos hay comida en la finca de sus suegros, pues la licenciatura y posterior admisión en el importante despacho de don Javier allanaron el camino de la reconciliación familiar. Una gran comida en un gran jardín de una gran finca con invernadero, donde la suegra y la cuñada de Stella compiten con uñas y dientes por deslumbrar a todos a golpe de estética , glamour y una permanente retahíla de indirectas a la extraña que estuvo a punto de arruinar la vida del joven y confuso Paco (pues suegra y cuñada tampoco parecen recordar que durante el abandono familiar Paco fue mantenido —y sus estudios financiados— por «la guiri»).

El único tiempo que se le concede para sí misma son las esporádicas comidas con su grupo de amigas británicas, tan frustradas como ella pero con el añadido encanto de la depresión, el alcoholismo y el más ridículo histrionismo. Un peculiar microuniverso que tan pronto organiza una esperpéntica escena en un restaurante barato como se ve inmerso en una tragedia de la que pretende hacer cuestión de Estado.

Con todo esto a cuestas, la mochila de nuestra protagonista empieza a ser muy pesada, y añora la confianza en los ojos de su antiguo jefe, las visitas al banco, las comidas de negocios… y la libertad. Pero, no sabe bien cómo, en algún momento que ahora se difumina en el pasado perdió aquella batalla: debe vivir por y para su hija y el hogar que su marido mantiene, no volverá a trabajar. La vida del matrimonio es ideal y perfecta a la vista de todos, a pesar de las discusiones que escuchan los vecinos y el problema de salud que Stella arrastra sin saberlo.

Y será a raíz de una visita al médico de cabecera, tras una fuerte discusión, cuando comiencen a pulsarse todos los botones que el motor de Stella necesitaba  para no morir de obsolescencia. Como una bola de nieve que poco a poco deviene en avalancha Stella descubre, y vive, todo lo que tanto desea y está capacitada para hacer. Eso sí, el alud es más peligroso cada segundo que avanza, pues todo es un secreto para Paco, ajeno a esta doble vida de su mujer, ahora madre trabajadora, independiente económicamente e incluso con planes a medio plazo en los que la familia (el anacrónico marido, al menos) no juega ningún papel.

Pero, como decíamos al principio, nadie dijo nada a Stella y, como en una suerte de cuento de la lechera de nuestros días, pronto el cántaro comenzará a resquebrajarse, pues sus ansias de libertad comienzan a extender cheques que su cuerpo y su mente no pueden pagar.

Sandra Bruce nos propone una novela tan real como lo que cuesta un corte de pelo, un mes de guardería o el indigente que nos procura un sitio para aparcar frente a al edificio donde se custodian nuestros sueños, pero también nuestros miedos.