Imagina que estás tomando una cerveza con alguien que ha publicado casi una veintena de libros… ¿Qué le preguntarías?

No sé si le preguntaría algo, francamente. Y te aseguro que no es una forma de escurrir el bulto o de eludir la cuestión. Es que me bloqueo ante los creadores. He cenado con personas como Juan Manuel de Prada, Carmen Posadas o Arturo Pérez-Reverte y no he sido capaz de abrir la boca más que para frases cortas, y me temo que inoportunas. Les hubiera preguntado por sus libros, por sus proyectos… y no fui capaz. Me sale la timidez, entreverada de misantropía; y opto por acudir mejor a sus libros, para conocerlos de verdad.

Has dicho en redes sociales que va ser tu última publicación. ¿Por qué motivo?

Te contestaré con dos citas de escritores, para no salirnos del ámbito literario. La primera es de Andrés Trapiello, y dice que resulta imposible leer, escribir y vivir al mismo tiempo, que hay que renunciar a algo; la segunda es de Ángel Paniagua y es el título de uno de sus libros: Si la ilusión persiste. Por un lado, adoro la lectura y no estoy dispuesto a robarle más tiempo para escribir. Lo he hecho durante años y creo que el ciclo está terminado. Y por el otro, digamos que he perdido la ilusión de escribir. La combinación de ambos factores me parece una buena razón para dejarlo.

¿No crees que una idea que se pose en tu pensamiento, o el esbozo casi involuntario de un diálogo en una servilleta, te pueden devolver a la escritura?

Es improbable. No lo ha hecho en los últimos cuatro años (mi última obra escrita fue Por un país desconocido), así que no me da la impresión de que esas ansias o ese gusanillo vayan a retornar. Han estado activos durante dos décadas y ahora se han apagado. No hay problema. Leer me hace muy feliz y llena mi tiempo; mi familia y mis escasísimos amigos llenan lo demás.

¿Y en cuanto a la escritura sin intención de publicar? Además de tu inmenso currículum como autor, ¿existe algún diario, alguna libreta de ideas sueltas, aforismos, o cualquier otra expresión escrita de la que no sabemos nada?

Pues sinceramente no… Hay una novela empezada, que no voy a terminar. Es demasiado personal y demasiado dolorosa. No me compensa su continuación. Simplemente la dejo en el cajón del olvido. También tengo media docena de cuentos acabados. Poca cosa, como se puede ver.

Has escrito novelas, relatos, poesía, reseñas… ¿En qué género se encuentra más cómodo el Rubén Castillo escritor? ¿Y el Rubén Castillo lector?

Cómodo me encuentro en todos, salvo en la poesía. Escribí un libro de versos porque sentí que no podía expresar ciertas cosas de otro modo, pero me enfrenté a él como quien se sumerge en un océano sintiendo que podría asfixiarse. No fue grato… Como lector reconozco que también me desenvuelvo con más naturalidad en el terreno de la prosa, aunque todos los años procuro empaparme con algunos poemarios significativos.

Centrándonos en ‘El calendario de Dios’, el tema central parece ser el Destino (la mayúscula es adrede). ¿Crees que está escrito y es inalterable?

No, no, de ninguna manera. Nada está escrito. Todo es obra de la improvisación o del cálculo, pero no de la predestinación. Cada suceso modifica los siguientes, en una cadena infinita; y me parece que está bien que sea así: nos convierte en capitanes del barco de la vida, y no en galeotes ciegos.

El protagonista de la novela posee un ‘don’ (leer el futuro en las cartas del tarot), que en su juventud tiende a llamar ‘poder’. Qué cerca parecen estar ambos términos, que son casi sinónimos, y qué distintos son en la práctica, ¿verdad?

En efecto. Son diferentes. Un poder se puede ostentar o detentar; en cambio, un don siempre se ostenta. Otra cosa es que pueda ser utilizado o no. Al protagonista de la novela le sobreviene el pasmo cuando comprende que ha de mantener el secreto de su anormalidad. Es una enseñanza que no termina de asimilar del todo y cuya vulneración le sale bastante cara.

Hay un pasaje en el que Leo, mentor del protagonista, logra poner los puntos sobre las íes y bajar al protagonista sus humos, sus delirios de grandeza: «Aceptamos al ilusionista porque sabemos que lo que hace no es verdad. Le aplaudimos la maestría a la hora de engañarnos. Solamente eso. Pero si supiéramos que no nos está engañando, sino que de verdad tiene esos poderes, nos provocaría pánico». ¿Por qué, de dónde crees que viene ese miedo a lo distinto, a lo desconocido?

Nos da miedo todo aquello que no entendemos o que no somos capaces de controlar. Necesitamos que dos y dos sumen cuatro; necesitamos que las causas y efectos respeten una lógica; necesitamos un orden explicable de forma racional. Todo lo que vulnere esos parámetros nos provoca desazón, inquietud y rechazo, porque cuestiona nuestra mente y nuestros mecanismos convencionales. Lo que es “extravagante” o “excéntrico” nos produce un rechazo instintivo. Fíjate si no qué carga negativa tienen, de primeras, esas palabras. Si algo se sale del carril o se aparta de nuestro centro nos ponemos en guardia.

Toda obra suele tener su carga autobiográfica. Imagino que no puedes leer el futuro, pero hay muchas referencias literarias en boca de Leo y, además, pareces conocer muy bien el callejero de Madrid y Cuenca, por ejemplo. ¿Qué hay de Rubén Castillo en Horacio y Leo, los ‘buenos de la película’? ¿Y en ´los malos’?

Pues es curioso, pero creo que es mi libro con menos carga autobiográfica. Apenas he pisado Madrid, las calles o la gastronomía de Cuenca las consulté en Internet, nunca he protagonizado o contemplado siquiera una tirada de tarot… Es una obra construida con elementos puramente imaginarios y azarosos, como ocurrió con El globo de Hitler. Son dos experimentos puros, sin ingredientes personales.

Esta relación entre Horacio y Leo, narrada a modo de Flashback, parece una novela de las llamadas ‘de iniciación’ dentro de la principal. ¿Era esa tu intención?

Quería que los lectores conociesen cómo se formó el alma de Horacio, y para eso lo mejor era mostrarle la relación con sus padres, la figura poderosa de Leo, su primera experiencia amarga con el tarot (cuando está en la universidad). Sí, es posible que podamos considerarlo una línea de iniciación, pero no como novela independiente sino como etapa necesaria en la vida del protagonista. Sin ella no se entiende bien su evolución.

La novela plantea un serio dilema moral, pues los ‘elegidos’ podrían alterar el futuro que conocen (el coche que atropellará a sus padres, el negocio en el que se arruinará su hijo…), sin embargo, teniendo el Destino en sus manos, parece existir una norma no escrita que lo impide. Ambos protagonistas, sobre todo Leo, el mentor, apelan a esa norma una y otra vez, pero no está claro su origen ni sus consecuencias, distintas para cada caso.

Hay una reflexión ética latiendo ahí. Si alguien dispusiese de ese don, yo querría que atesorase también el don de la sabiduría. Un cierto espíritu zen, que lo llevase a darse cuenta de que ciertas maniobras es mejor no ejecutarlas. Pero si lo piensas con calma, eso ya lo hacemos de oficio muchas veces: el adulto no le revela al niño el secreto de los Reyes Magos o del Ratoncito Pérez. Permite que viva durante el mayor tiempo posible en la ilusión. El Elegido sería ese adulto que no revela al mortal común las verdades incómodas, agrias o turbadoras que le esperan en el futuro.

Del mismo modo, se lee entre líneas que puede haber ‘elegidos’ que aprovechen su privilegiada situación, tanto para ellos como para terceros muy poderosos, que lo serían aún más. Esto, antes que beneficioso para la sociedad, parece todo lo contrario: muy peligroso.

Leo le desliza a Horacio la idea de que no está solo, que hay otros Elegidos; pero de inmediato completa su explicación diciéndole que no sabe nada de ellos. Que en realidad nadie sabe nada de ellos. Son un misterio puro. Quizá existan o quizá no. Como ese grupo de personas justas que, según algunas tradiciones, mantienen la pureza del mundo sin ser quizá conscientes de ellos.

Antes de despedirnos, al menos di que nos queda el consuelo de saber que el Rubén lector nos seguirá brindando sus reseñas en prensa y en su blog.

Eso por supuesto. Jamás renunciaría voluntariamente a la lectura. De hecho, dejar de escribir es un mecanismo para leer más y reseñar más. Es un modo de ganar tiempo. Soy lector desde los siete años (soy sobrino de bibliotecaria) y moriré lector. No me caben dudas en ese terreno.