Una mañana de verano,
uno de los seres abandona
la cama y va esquivando
los focos de calor
e infección por toda la casa
hasta que arranca del
frigorífico
un cartón de leche con canela
y, mientras lo sostiene
y va derramando el sabroso
menjunje calórico por su gaznate,
observa el cristal de la ventana
y, atónito, asiste a lo imposible:

la escarcha.

*****

11 DE NOVIEMBRE

El olvido ya no será más olvido
si ha de ser forzado.
¿Recuerdas el año que naciste?
¿Cuántos hijos tienes? ¿Cómo se llamaba tu madre?
¿Son esas las preguntas que ya
no entiende el viejo?
¿O ya no le interesarán nunca más las respuestas?
¿Ha muerto ya mi padre?
¿Muere su memoria
y su cuerpo —triste andamiaje enrobinado—permanece?

Padre angustiado, nuevo tú, desposeído
del antes, desconocido en esta casa,
¿acaso me reconoces?

Dímelo.

¿No soy huérfano ya?

*****

MADRE

En el baño del hospital
me escondía, irresponsable y
triste, a fumar mientras tú
te ibas apagando —mujer madre,
madre amiga—. Traté de esconderme
mientras aquella habitación
blanca y limpia—tu piel ya casi
desaparecida—se iba convirtiendo
en la habitación de tu infancia y,
la cama articulada de hospital
era entonces tu cuna donde,
adormilada—madre niña—,
bramabas aquel nombre
que un día dieron
los dioses
al milagro:

Mamá, gritaste.
Yo lo escuché en el baño,
donde rompí a llorar
en el silencio que sólo ofrecen
las noches tristes;

Mamá, gritaste.
Y en ese instante
habría dado toda mi existencia
—hijo destrozado, hijo en ruinas—
por haber sido capaz de
acurrucarte —madre niña—
con el amor que tus
labios gritaron
aquella noche
por última vez.