Fuego y agua, duda y certeza, orden y confusión, soledad y necesidad de ser amado; la pasión que trasmite Álvaro Bellido en cada verso se bate constantemente en este juego de contrarios, de bandazos, de vorágine.

Desde el instante primero del Tiempo, el autor se quiebra al saberse poseído por la intemperie que vacía sus bolsillos, y trata obsesivamente de ser encontrado, de dejarse encontrar en una oscuridad que le da miedo, hasta que lograr salir de la cueva a un mundo nuevo de cables y supermercados, dejando la caverna en llamas, como un beso mal apagado.

En mi prehistoria de ti

todos los bisontes salían huyendo,

me daba miedo la oscuridad

y siempre llovía a cántaros

al instante de descubrir

el fuego.

Entonces comienza el viaje —no hay vorágine sin movimiento—: habitaciones de hotel sin memoria, relojes de sol, motivos marineros (acantilados, salitre, tempestades, naufragios…) y todas las ciudades se dan cita en los versos de Álvaro Bellido, convirtiendo el día a día en un mapa tatuado en la piel.

Todas las ciudades

[y ésta, más que ninguna]

se conocen deambulando,

acariciando sus mapas,

sus líneas de metro o autobús,

viendo pasar rostros

en semáforos y escaparates,

lunas de taxis, bancos de parques,

grandes almacenes, prisas

de descansos a mediodía.

Un mapa no exento de peligros, de atentados; una décima de segundo que lo cambia todo y te hace mirar cara a cara al miedo. Pero nunca es tarde para aprender a nadar y escapar de la catástrofe, sobrevivir al camino.

Cuando pase el tiempo y todo esto

no sea más que un puñado de cenizas

de un incendio que logramos sofocar,

cuando hayamos dado por imposibles

nuestros esfuerzos por enterrarlo en el olvido

y hayamos aprendido a convivir y sobrellevar

las ganas perpetuas por no recordar,

entonces se nos escaparán sonrisas,

nacerán nuevos sueños, perderemos

el temor entre los escombros y el humo.

Y cuando la tragedia queda atrás, nacen experiencias que conforman una oración a través de la que magnificar los hechos más cotidianos (los ruidos de un hogar, la renovación del vestuario con el cambio de estación, las maletas en la puerta antes de un viaje…) y convertirlos en el escudo que nos protege del miedo y de la dolorosa experiencia de haber tenido que asomarnos al borde del abismo para, de este modo, celebrar con el abrazo de los versos una nueva victoria de la luz.

Combatir la crueldad de los sofás

con más plazas que personas,

abandonarnos a la monótona cadencia

de los informativos y sus tragedias.

Tener siempre la maleta preparada,

la escopeta cargada, el pecho descubierto,

la cabeza en las nubes, tu grito en mi cielo.

Son pequeños tesoros

al borde justo de las rutinas.