Jesús & Siddharta

«Oh, qué hermosa apariencia tiene la falsedad»

Shakespeare

«La falsedad tiene alas y vuela,

y la verdad la sigue arrastrándose»

Miguel de Cervantes

            Un sabio dijo una vez que la ironía es una fuente inagotable de sonrisas al alcance de solo unos pocos. Al hilo de esto, os contaré una anécdota.

            Iba caminando por la Rambla de Cataluña de Barcelona, pensando en mis cosas, enfurruñado porque no tenía un buen día cuando, de repente, a la altura del Liceo, vi a un hombre con un cartel de cartón colgado al cuello donde se podía leer: «ABRAZOS GRATIS».

            ¡Paz y amor! Solo me faltaba eso…

            Cuando me acerqué a su altura vi como abría los brazos y se me ofrecía. Lo esquivé bruscamente; no quería ni sus abrazos ni su happy flower-power: el mundo es bonito y todos somos hermanos.

            De acuerdo, él no tenía la culpa, pero no estaba de humor.

            Me siguió unos segundos como para convencerme, y yo le hice un simple y sutil gesto negativo con la cabeza mientras pensaba «déjame en paz, hippy de mierda».

            Al final pilló la indirecta y desistió.

            Uf, ya está, pensé. Pero no, se ve que no estaba del todo, porque cuando lo sobrepasé y ya me alejaba, pude oír a mis espaldas como el tipo decía por en voz baja: «la concha de tu madre, andate a cagar, sos un boludo, andate al peo».

            A mí se me puede insultar hasta la saciedad porque me da igual pero, amigos, a mi madre, que en paz descanse, no la mentéis porque despierta el psicópata que llevo dentro. De verdad, ojalá no lo hubiera oído, pero era demasiado tarde. ¡ ¿La concha de mi madre?!

            Mi mente hiperactiva y ciclotímica empezó a analizar lo ocurrido en cuestión de segundos. Escudriñé los datos que había recogido mi cerebro e intenté filtrar mis emociones. Veamos: el tipo se había enfadado conmigo por despreciarle el abrazo que me ofrecía con la consiguiente propina (lo de la propina lo supuse por el gorrito que tenía en el suelo). ¿Entonces, la leyenda de «abrazos gratis» de qué iba?

            Como dijo alguien una vez, «hay un límite más allá del cual la tolerancia deja de ser una virtud», y yo me encontraba al borde de ese límite.

            El tipo de los abrazos gratis, del buen rollito, del

mundo es maravilloso, de la buena onda, guey, era un impostor; un tipo que tan pronto podía predicar paz y amor por unas monedas, como podía insultar a la gente que lo esquivaba.

            Un abrazador profesional ni se hubiera inmutado ante mi negativa, al contrario, me hubiera sonreído y me hubiera dado los buenos días sin insistir, porque los abrazadores de verdad tienen la empatía como pilar y no se dejan afectar por la maldad. Los abrazadores de verdad emplean la psicología inversa y la fuerza del contrario para desarmarlo.

            Ghandi, Martin Luther King, Confucio, Nelson Mandela o Lao Tse, fueron abrazadores de verdad.

            Él me insultó, y eso no es paz, hermano; eso no es buena onda, brother.

            Ese tío era un fake, una caricatura de sí mismo. Quizá estaba más enfadado con el mundo que yo, pero se escondía detrás de esa sonrisa y de esos abrazos de los cojones.

            Una gran amalgama de pensamientos y sentimientos me invadió. Estuve a punto de explotar y soltar toda mi ira sobre él, pero entonces me acordé de Buda, de Siddharta Gautama antes de elevarse, que en una de sus parábolas dijo: «Veréis, una vez estaba Siddharta Gautama predicando sus ideas cuando un hombre comenzó a increparle y a insultarle, incluso a tratar de agredirle. Ante aquello, Siddharta quedó impasible, imperturbable, sereno y en silencio. Luego se retiró. Tras él fue un discípulo suyo que se sentía indignado por lo que había sucedido y le preguntó por qué había dejado que le maltratara y agrediera, a lo que Siddharta respondió con segura tranquilidad: ‘ los insultos son como regalos: si los recoges, los aceptas. Yo elijo si aceptarlo o no. Si no los aceptas se quedan en sus manos. No podemos culpar al que insulta si nuestra decisión es aceptar su regalo. Simplemente dejo los insultos en los mismos labios de donde salen. Si alguien se enoja conmigo y yo no me enfado, la ira recae en el otro, el único que es infeliz es él, todo lo que ha hecho es hacerse daño. Si queremos deshacernos de nuestra ira tenemos que amar, cuando odiamos entramos en la infelicidad, pero cuando amamos todos estamos contentos’».

            Luego me acordé de Jesucristo, que pregonaba la no-violencia y se convirtió en el primer revolucionario que no empleó la fuerza —incluso perdonó a Judas Iscariote y a quienes lo crucificaron—y declaró:

            «Hay que saber ser víctimas del violento para ponerse por encima de él y desmontar sus argumentos».

            Jesús fue un gnóstico, un anarquista pacífico.

            Siempre he pensado que tanto Buda como Jesucristo tuvieron que ser personas muy elevadas para actuar así. Lo fácil es odiar, dejarse llevar por el egocentrismo, prejuzgar a los demás, o ir siempre cabreado por la vida. Así que detuve mi marcha y me di media vuelta. Me fui hacia aquel abrazador aficionado, le abrí los brazos y le di un achuchón. Él se quedó inmóvil ante mi gesto, momento que yo aproveché para susurrarle al oído: «toma tu falso abrazo de mierda, no me debes nada, estamos en paz». Quedó ahí plantado y, cuando menos lo esperaba, le solté una patada en los cojones con todas mis fuerzas. Lo dejé retorciéndose en el suelo y seguí Rambla abajo.

            Las palabras vuelan pero su poder es enorme a pesar de su aparente fragilidad. Dije adiós a mi ira al tiempo que le devolvía a aquel hombre sus insultos, el abrazo que pedía y le deba una lección que tardaría en olvidar.

            Me gusta pensar que Siddharta y Jesús de Nazaret existieron alguna vez en alguna parte, pues nunca lo he tenido muy claro, y que sus palabras no cayeron en saco roto. De todas formas, aunque Siddharta y Jesús tenían razón en aquello de que no hay mayor desprecio que no hacer aprecio, eso vale para mí: con mi madre no se mete ni Dios. Y así me fui Rambla abajo tarareando ese gran bolero de La Lupe: teatro, lo tuyo es puro teatro, falsedad bien ensayada, puro simulacro…

Fuera de contexto

«Las palabras temblarán siempre sobre el silencio

y sólo la órbita de un ritmo podrá sostenerla»

María Zambrano

Guerras Napoleónicas, año 1 805.

            El joven oficial de casa noble regresa del frente con un permiso de una semana para ver a su amada. Ella le espera en la mansión de verano de la familia, situada en la verde campiña. El apuesto oficial llega con su caballo azabache, sus relucientes botas negras con espuelas de plata, sus ajustados pantalones de jinete color blanco inmaculado, su casaca llena de condecoraciones y su largo chacó negro acabado en una arola roja.

            Entra en el recibidor con paso firme, aún militar. Se muere de ganas por verla. Sube la enorme escalera de mármol, que gira poderosa hacia lo alto de la mansión. Llega a los aposentos y golpea la puerta con su mano enfundada en un guante blanco.

            —Soy yo, amada mía. Ya he llegado —informa él.

            —Vete de aquí, no quiero que me veas así, aún no estoy lista.

            —Me da igual, mi amor, voy a entrar de todos modos.

            —¿Me has traído algún regalo?

            —Déjame entrar y lo sabrás.

            —No eres bienvenido en esta casa si no me has traído un presente —rio ella con la inocencia de una niña.

            El apuesto oficial de Napoleón no puede resistir más su anhelo, abre las puertas y entra como un fuerte golpe de viento. Ella, ataviada con un delicado camisón blanco que le cubría las enaguas, se lanzó a sus brazos.

            —Oh, amado mío, cómo te he extrañado —dice excitada, a la par que desconsolada.

            —Y yo a ti, mi amor. —Él la estrecha en sus brazos y la besa con pasión.

Cuando logran calmar su frenesí, se miran a los ojos.

            —Esto es el infierno sin tu presencia, amado mío.

            Los días se hacen largos y tediosos. ¿Cuándo acabará esta guerra?

            —No lo sé. Lo único cierto es que dispongo de una semana de permiso antes de regresar al frente y estaremos juntos durante todo este tiempo. Pero, dime, ¿qué haces en mi ausencia?

            —Matar el tiempo como puedo, créeme. Bordar, tocar el clavicémbalo, salir a montar o acompañar a mis padres a la ciudad a ver alguna función.

            —Tenemos que esperar un poco más, amor mío. Pronto acabará esta maldita guerra, regresaré a casa y nos casaremos, te lo prometo.

            —Ojalá que así sea. Pero, dime, ¿cómo es la guerra?

            —La guerra es un lugar dónde Dios no existe, donde él no llega, donde la razón y la cordura se pierden.

            —Lo debes haber pasado muy mal —solloza ella.

            —No llores, amada mía. Todo acabará pronto y estaremos juntos para siempre.

            —Lo sé, pero mis padres no creen que la guerra vaya a durar poco: Bonaparte tiene muchos frentes abiertos y todos tememos que algo te suceda en alguna de las campañas.

            —Tranquila, mi amor, no temas. Por ti plantaría cara a Napoleón y al mismísimo Diablo —respondió convencido el apuesto oficial.

            —Qué cosas más soeces dices, amado mío —se ruborizó la joven.

            —Mañana podemos ir a pasear por las tierras de tu padre. Podría llevar mi carabina. Sí, quizá te mataré un faisán. Luego se lo entregamos a tu padre.

            —Qué gentil eres, mi amor. Tú siempre sabes cómo quedar bien con papá.

Año 2020.

            Un equipo técnico de expertos en parapsicología irrumpe en una vieja mansión abandonada del siglo XVII. Suponen que ese lugar ha de tener una fuerte carga en lo que a fenómenos paranormales se refiere. Durante unas horas despliegan por toda la mansión gran cantidad de cámaras, sensores y grabadoras. Se atrincheran en el enorme salón donde han montado el campo base con pantallas, receptores, equipos de audio y otros aparatos de cálculo y medida. Un completo operativo para registrar cualquier actividad paranormal que pueda albergar la vieja casa.

            El equipo trabaja sin rendirse al sueño durante toda la noche. No han registrado ninguna anomalía, no han notado ningún tipo de presencia, ni sufrido ruidos ni bajadas de temperatura ni entes ni teleplastias ni nada de nada. Pero hacia las 5 de la madrugada, justo antes del alba, cuando la noche es más oscura, un sensor de audio se dispara señalando una anomalía acústica: una de las grabadoras ha registrado algo. Palabras atrapadas en el tiempo, tienen una psicofonía. Localizan la procedencia del registro acústico, viene de los dormitorios de arriba. Dos miembros del equipo suben a por la grabadora digital, siempre van dos cuando hay actividad. Una vez abajo, pasan la señal de audio a los monitores, digitalizando así también el espectro de voz. Tienen un audio de gran nitidez y el ancho de la audiometría en tres pantallas para su análisis. Pulsan el play y esperan. Al principio todo es silencio, pero luego se escuchan dos voces con total claridad:

NO ERES BIENVENIDO A ESTA CASA… MATAR… ES EL INFERNO… MALDITA… CASA… DIOS NO EXISTE… VETE DE AQUÍ… TE MATARÉ… DIABLO…

            El equipo recoge todo el operativo y se marcha de allí a toda prisa. Nunca más volverán a esa mansión abandonada.

La mano negra

«No creo que existan reglas sobre los asuntos del

amor y la cantidad de compasión que conllevan»

Arthur Miller

            A veces el amor puede hacer más daño que un dolor de muelas. El afecto nos puede cegar como cuando miramos directamente al sol.

            Alba sube las escaleras que la llevan a su piso. Lo hace con miedo. El desconcierto diario se halla tras el umbral de la puerta. No sabe cómo se lo va a encontrar hoy, no sabe de qué humor estará. El otro día le pegó. Fue al trabajo con gafas oscuras y las manos llenas de cortes. La situación se le ha ido de las manos. No sabe qué hacer con él. Es incapaz de echarlo a la calle, sus amigos le dicen que no permita que vuelva a abusar de ella, pero Alba lo quiere mucho, lo conoció cuando solo era un pobre desgraciado apaleado por la vida, un ser poco sociable y asustado.

            Piensa que con el tiempo cambiará. Mientras, Alba siente que debe esconderse en su propia casa.

            Alba abre la puerta de casa, lenta y sigilosamente, como si a él le pudiera molestar, y lo encuentra impasible, sentado en el sofá. Ella trata de ser cariñosa y le habla, pero lo que recibe a cambio es tan solo su indiferencia.

            —Hola, cariño, ¿Cómo te ha ido el día? —dice tratando de encontrar su complicidad. Pero él se muestra arisco y taciturno.

            A Alba Siempre le han atraído los perdedores, los inadaptados, las causas perdidas; siempre ha luchado por ellas, pero el mundo puede ser un lugar horrible para una persona honesta, buena y honrada. Simplemente, no quiere seguir sintiendo esa maldita sensación que le provoca, la sensación de no ser suficiente para él.

            A veces le dice en voz baja: «Si no te gusta, vete, ahí tienes la puerta». No se atreve a más…

            En su soledad, Alba se hace la cena y se pone una película. Él la observa. Se sienta en el sofá y entre bocado y bocado puede ver su mano negra que acecha siempre amenazante. Por supuesto no se atreve a tocarle ni a decirle nada, le deja a su aire.

            Algún día, se dice, Bob se curará de sus cicatrices, comenzará a salir de su zona de seguridad y dejará de ser hostil para devolverle todo el amor y bondad que ella le ha dado. Algún día le podrá abrazar sin recibir hostilidad a cambio. Alba necesita creer que algún día será así.

            De momento Bob es un ser atormentado, y se comporta como tal, con resentimiento con la raza humana que antaño lo maltrató.

            Bob, ese gato negro que abandonaron en la calle, ese gato negro que maltrataron y apalearon, al que ella se llevó del centro de acogida de animales.

            Y al que llama Bob, aunque a veces tendría que llamarlo Satán.

            Algún día…

Teddy bear

«El humano es un ser que está constantemente

en construcción, pero también, y de manera

paralela, siempre en un estado de destrucción»

José Saramago

«Los hijos empiezan por amar a sus padres, pasado

algún tiempo, los juzgan, rara vez los perdonan»

OscarWilde

            La pequeña Eva es una linda niña de apenas dos añitos. Vive a gusto y despreocupada con sus padres, a los que hace muy felices solo con su mera existencia. La pequeña Eva apenas habla aún, tan solo gesticula y balbucea sonidos y palabras inventadas. Ya empieza a atreverse con los clásicos «papá», «mamá», «sí» y «no», todo lo demás está aún por llegar.

            A la pequeña Eva le gusta mucho un oso de peluche en particular. Es un peluche grande, de más de medio metro de alto, con brazos pensados para abrazar y fuertes piernas para poder dejarlo de pie. Tiene una sonrisa afable y entrañable que gusta a pequeños y mayores, sus ojos de botón desprenden un extraño magnetismo, es sorprendente lo reales que parecen. Su pelaje color morado lo hace aún más inocente y naif.

            La pequeña Eva es totalmente dependiente de su osito de peluche. Todos los niños tienen su fetiche (un muñeco, un juguete, una prenda de ropa…), lo necesitan, les da seguridad, les aporta paz y lo llevan a todas partes, sobre todo a dormir a la cuna. A los padres les viene bien porque el elemento fetiche ayuda cuando el bebé está en un berrinche, no come o no puede dormir. Es el comodín de la baraja.

            Los padres de la pequeña Eva llaman al osito Señor Oso. Señor Oso está siempre con la familia, desde primera hora de la mañana hasta que todos se van a dormir. Señor Oso siempre viaja en el carrito de la pequeña Eva, en el coche de sus padres, en el carro de la compra… Hasta viajó en avión en vacaciones a Menorca, cuando la pequeña Eva tenía 18 meses. Señor Oso es uno más de la familia. O lo era…

            Un día la pequeña Eva comenzó a esquivar a Señor Oso. No podía decir nada porque aún no hablaba, pero hacía gestos de rechazo hacia el peluche. Sus padres no la entendían y seguían dejando a la pequeña Eva con él. Con el tiempo la cosa se agravó y la pequeña Eva expresaba pánico cuando estaba cerca de Señor Oso, llorando y gritando desesperadamente. Sus padres no entendían nada. «Señor Oso te quiere, mi amor», le decía su padre. «Señor Oso es bueno, como siempre».

            Por las noches, a la pequeña Eva le costaba mucho dormir y se despertaba en medio de gritos y sudores con cara de pánico. Señor Oso estaba en la cunita, pero arrinconado en una esquina, apartado de la niña. Sus padres cogían el peluche y lo ponían en el regazo de la pequeña otra vez, a lo que ella respondía con más angustia y sollozos. Luego los padres regresaban a la cama tranquilos. «Serán los primeros dientes, que le empiezan a salir», se decían. Y así han pasado los últimos meses.

            Pero la angustia y el miedo se enquistan en lo más profundo del ser, allá donde la consciencia apenas divisa borrosas siluetas. El padre de Eva tirará al fin el osito cuando la niña esté a punto de cumplir tres años, convencido de que todo quedará atrás como un mal sueño y Eva no recordará nada de lo sucedido. Pero lo que el padre de la linda Eva no sabe, no puede si quiera imaginar aún, es que, años después, unos terrores nocturnos acrecentados por fuertes crisis de ansiedad llevarán a una Eva adolescente a los brazos de una psicóloga especializada en trauma infantil, que con psicoterapia, medicación e hipnosis, descubrirá lo que se escondía detrás de aquel peluche de ojos dulces y pelaje morado: el cuerpo desnudo y la mirada lasciva del padre de la niña.

Un café, por favor

«Empieza de una vez a ser quien eres,

en vez de calcular quién serás»

Franz Kafka

            La vida puede ser muy dura cuando uno tiene que madrugar.

            Un bar, las siete de la mañana; la gente deambula aún medio dormida por el local, como cualquier día. De repente se oyen gritos de terror, la gente escapa como puede, muchos se meten debajo de las mesas, otros corren para esconderse en los baños. Algunos, los menos, alcanzan la puerta de salida.

            Un ser horrible acaba de entrar en la tasca. Una Hydra, el Cthulhu o el Kraken son ositos de peluche a su lado. Es humanoide: tiene cuatro extremidades, dos piernas y dos brazos, pero las piernas se asemejan a las de un carnero, y su cara está llena de escamas. Sus ojos son gigantescos y, en vez de pelo, tiene la superficie del cráneo poblada de culebras. De su boca asoma una larga lengua, un tentáculo viscoso que se mueve de forma escurridiza. Sus dientes sobresalen en forma de ganchos, sus orejas son gigantescas, semejantes a las de un elefante, y su nariz es más bien un hocico perruno. Camina encorvado y desprende un hedor nauseabundo, como huevos podridos con azufre cocido en vinagre. En su mano derecha, los dedos, largos y peludos, sujetan un maletín de ejecutivo. El engendro, no obstante su monstruosidad, lleva ropa elegante.

            Se dirige hacia la barra del bar. Respira con dificultad, como si se ahogara, con ruidos guturales, como un orco. El camarero tiembla de miedo.

            El engendro se apoya en la barra y dice con voz ronca y profunda: «¿sería tan amable de ponerme un kafka… kaf… caf… ca… cafe… café… CAFÉ bien cargado, por favor?».

            El muchacho, porque casi es un niño, gira sin pensarlo hacia la máquina de café. Luego le acerca temeroso el platito con la taza, la cuchara, y el sobre de azúcar.

            El engendro deja el maletín en el suelo y dice: «con sacarina, por favor, si es tan amable».

            El camarero cambia el sobre. El engendro agradece. Luego, debido a las garras, abre con dificultad el sobre del edulcorante y vierte el contenido en la taza, dándole vueltas como puede, pues sus grotescas manos tampoco logran dominar con acierto la cucharilla.

            La gente que no ha logrado huir del bar observa la escena atrincherada en cualquier rincón.

            El ser, salido de una pesadilla de Lovecraft, coge el asa de la tacita y le da un sorbo. Saborea el café mientras va sufriendo una rápida metamorfosis.

            Poco a poco, su cuerpo se va humanizando.

            Sorbito a sorbito, desaparecen de su rostro las escamas, los ojos enormes, la nariz de perro y las orejas de elefante. Su boca se transforma en unos bonitos labios con dientes blancos y perfectamente alienados; su pelo deja de ser un nido de serpientes y se convierte en una engominada cabellera castaña.

            Sus manos, antes garras peludas y de uñas largas, se vuelven cinco dedos estilizados. Apura el café hasta el poso. Cuando deja la taza vacía sobre el mostrador es un atractivo ejecutivo.

            El camarero, atónito, lo mira; todo el mundo lo mira.

            —Lo siento, pero yo, hasta que no me tomo un café, no soy persona. Y ahora, si me disculpan…

            Agarra el maletín y se va.