La primera vez que me topé con Harvey Townshend corría el verano de 2009. O puede que estuviésemos en el mes de mayo, no termino de tenerlo claro. Hacía calor en cualquier caso. Soplaba poniente. Soplaba poniente y soplaban también vientos de cambio en torno a mí por aquel entonces. No voy a aburrirles con eso, descuiden, no tengo ninguna intención de extenderme en ello, salvo para señalar que andaba yo en esa época dándole vueltas a un viejo proyecto. Una idea que me venía rondando la azotea desde hacía tiempo pero que, por diferentes razones, nunca había sido capaz de llegar a concretar. Tampoco es que se tratase de algo extraordinario, no se vayan a pensar, no esperen de mí grandes desempeños. Simplemente que, después de un número considerable de cuartillas emborronadas, de párrafos inconexos habitando los cajones, tenía decidido dar un paso al frente y sacar los pies del texto. Mostrar mis historias, vaya. Nada reseñable, lo reconozco. A excepción del pequeño detalle de no tener ni idea de cómo empezar. Ni cómo, ni dónde, ni con quién. Todas las rutas que me trazaba concluían recorrido apenas instantes después de haber iniciado la marcha. Cualquier derrotero se plasmaba en el mapa dibujando un itinerario con trayectoria circular. Deambulando por un lugar en tierra de nadie. Así me encontraba yo una tarde de verano (¿o era mayo?) de 2009.

            Harvey Townshend. Un tipo menudo, más o menos de mis años, más o menos de mi altura, más o menos de mi peso, más o menos desgarbado como yo. No avisó de su llegada. No vislumbré su figura a lo lejos. Nada hizo que presagiara su inminente aparición. Tampoco hubo lugar a presentaciones en nuestra primera cita. Ambos merodeábamos por aquellos parajes sin llegar a ningún lado y, tal vez por ello, dimos por sentado que teníamos motivos más que suficientes para ponernos manos a la obra. Para continuar con algo que realmente nunca habíamos pensado siquiera en planear. Así coincidí con el amigo Townshend por vez primera. Junto a una carretera secundaria dirección Fargo, sentado sobre renglones de Carver, encaramado a los acordes de JeffTweedy.

            Desde aquella tarde, durante los meses posteriores, Harvey y yo compartimos mesa y mantel en innumerables ocasiones. Charlando, debatiendo, haciendo repaso de nuestras inquietudes, creencias y contradicciones. Departiendo sobre lo esencial y lo intrascendente. Sobre lo fugaz y lo perdurable. Sobre lo humano y lo divino. Sobre música, sobre libros, sobre mujeres, sobre amigos, sobre cerveza, sobre vino, sobre béisbol, sobre soccer, como ellos lo llaman… Podría decirse que, a través de un proceso inconsciente y natural, acabamos congeniando, emitiendo en una onda de frecuencia cada vez más cercana. Esto fue así hasta tal punto que, en el transcurso de esas conversaciones, nos reconocimos en infinidad de lugares coincidentes, en sucesos simultáneos, en experiencias increíblemente similares. Algo digno de un estudio más amplio, créanme. Y envueltos en esa especie de mimetismo existencial, cada vez era más Harvey quien hablaba, cada vez era más yo quien se limitaba a escuchar. De alguna manera, me fui sintiendo cómodo en su terreno. En su pueblo (Albert Lea, Minnesota), en sus habitantes, en sus paisajes, en sus calles, en el bar de su amigo Austin. Él narraba. Yo me limitaba a tomar notas, a esbozar sobre el lienzo, a remendar con tinta las historias. De todo eso, de relatos destilados al otro lado del Atlántico, surgió ocho años más tarde Trazos en falso, mi anterior libro publicado. Hasta aquí, todo normal. Tipo sin recursos conoce a tipo con talento. Tipo con talento saca a tipo sin recursos de atolladero. Tipo con talento prefiere permanecer en un segundo plano. El típico rollo, ya me entienden. Pero no todo estaba escrito. Poco antes de comenzar con la edición del libro, recibí una llamada suya. Necesito que hablemos.

Luis Sánchez (editor) y Javier Tortosa en la presentación
de ‘Trazos en falso’ (Boria Ediciones, !º ed. 2017)

            Aquella noche, Harvey llevaba rato sentado cuando entré por la puerta del bar de Austin. Sobre la mesa, delante de él, unos folios mecanografiados y, justo al lado, un bloc completamente atestado de notas escritas a mano. Ya tienes tu libro, ahora soy yo quien tiene que pedirte algo. Esto que ves aquí, dijo señalando las dos páginas a máquina, es un relato que quiero que incluyas en Trazos en falso. Se titula «Saldando deudas». Trata de todo eso que te conté sobre mi viejo. De cómo estalló el mundo después de su muerte, de cómo huimos hacia adelante, de cómo se perdieron cosas en la escapada, de cómo cobré constancia de ello cuando nació el pequeño Harvey… Lo otro, lo que hay en el bloc, son pensamientos escritos a vuelapluma. Imágenes, flashes que me han venido a la mente en estos diez últimos años. Mi manera de volver a trazar el camino desde el principio. De recoger del arcén los momentos importantes que quedaron olvidados. Digamos que es mi segunda convocatoria, mi diario de redención. Están en bruto, necesitan cobrar forma, tener una estructura. Eso es lo que te pido. Dales una vuelta, canaliza esta ráfaga de golpes de seso. Muéstrame un camino a seguir, ayúdame a lograr literatura con ellos. No busco una autobiografía, no pretendo ser protagonista de nada. Quiero que quien lo lea se lleve los textos, que los haga suyos, que le importe un bledo quién los haya escrito. Que mire a su alrededor y no sepa a dónde diablos le han llevado. Confío en ti. Eso me dijo mi amigo.

            Así surgió Here’s looking at you, de toda la carne viva recogida en aquellas cuartillas, de los negativos revelados en el cuarto oscuro de su mollera. Por mi parte, he intentado cumplir con el trato de la mejor manera posible. I did my best, que diría Townshend. Ahora llega su turno, el de ustedes, me refiero. Su papel en esta historia. Olviden al autor, piérdanse entre las líneas, busquen su voz bajo la tinta. En ese bloc con garabatos, no estaban únicamente los reflejos de Harvey. Sus ausencias, sus temores, sus pérdidas. Estaban también las nuestras. Las de ustedes. Y las mías.

Javier Tortosa