El intérprete de jazz: un esclavo que aboga por su propia liberación.

Sigue el camino de regreso (Calle de la Cámara a Travesía de la Iglesia)

Pedro Iturralde: dominio y clase

Lo de Pedro Iturralde (Fauces, Navarra, 1929) suena a milagro: una carrera de ochenta años, desde que se inició como profesional a los nueve, un puñado de obras donde combina con riesgo jazz, clásica y géneros populares, como en el celebérrimo Jazz Flamenco (Blue Note, 1967), y una ajetreada etapa de directos, reconocimientos y discos pasada la edad en que la mayoría de la gente se jubila.

El Café Central de Madrid ha acogido a Iturralde y su cuarteto para una estancia de una semana. En su primera noche, aunque es un cálido lunes de agosto, el local registra un lleno absoluto. Los asistentes templan la espera con unos sándwiches o hamburguesas para cenar, o tan solo con una cerveza o una copa de vino que los camareros acercan a las mesas con una exhibición de equilibrio.

En el escenario, Daniel García a la percusión, Richie Ferrer al contrabajo y Mariano Díaz al piano calientan el ambiente a trío. En una de las paredes del café cuelga una pizarra en la que, escrito en letras rojas, figuran los nombres de los integrantes del cuarteto, encabezado por su líder. El mes pasado tuvo que cancelar una semana de conciertos por enfermedad y la expectación de los aficionados es palpable.

Desde mi asiento alcanzo a verle sentado en una zona adyacente al escenario que sirve de backstage, la correa del saxofón colgada de su cuello, una Coca Cola con un gajo de limón sobre la mesa. Se nota tranquilo al saxofonista, que tamborilea con una mano el ritmo que marcan sus compañeros. En la otra mano sostiene una copia de Entre amigos, su último CD. Una joven en traje de noche se ha sentado en los dos escalones que conectan las dos zonas, mientras bebe vino blanco, sin darse cuenta de a quién le está cortando el paso.

Cuando acaba el tema a trio e Iturralde sale a escena, el aforo del café aplaude con fervor. El saxofonista saluda con ojos traviesos mientras ocupa una silla al frente del escenario, entre el piano y la batería, con el contrabajo a la espalda. Luego enarbola su clarinete, inicia el «Sophisticated Lady» de Duke Ellington, y la audiencia se pierde en el sonido del instrumento estrella de los años dorados del jazz, que tras una exposición del tema sin ronda de solos deriva a otro clásico, «I got rhythm», antes del final.

Pedro Iturralde

Como va a verse en el setlist, la estrategia del cuarteto es astuta. Absortos en la armonía del jazz primitivo, Iturralde procede hacia niveles cada vez más complejos, primero con un standard de Art Blakey, «Moanin'», luego con temas propios, más cercanos al jazz moderno, hasta alguna pincelada de atonalidad. En el intermedio, Iturralde anuncia que está vendiendo copias de su último disco, y que quien lo desee puede llevárselo firmado. No hay más que decir: unos cuantos se levantan de sus asientos y van a por él.

Con el público entregado, la segunda parte del concierto se inicia con la «Suite Hellenique», bandera de su arsenal compositivo más exigente. La pieza, una de las fijas de su repertorio, combina secciones de colores distintos y dura sus quince minutos, que no obstante arrancan una ovación apasionada.

Entre cada tema, Iturralde habla con candor y humildad de sus años de gira en Europa, sobre todo de sus estancias en Grecia y el Líbano. Se disculpa por lo extenso de sus discursos, que para el que suscribe deben asumirse como una parte fundamental del show, en el que se entreteje la música, la teoría de la música y las vivencias del autor, en una mezcla de concierto, charla informal y conferencia.

Mención aparte se merecen los tres compañeros de Iturralde, que siguen las direcciones del jefe y alzan al vuelo cada tema. Y cómo tocan: gracias a la confianza y complicidad tras una década juntos, la música brota sin esfuerzo, como un ente vivo. No es un error lo que decíamos más arriba: lo de Iturralde es milagroso. Casi nonagenario, su saxofón suena con autoridad y gentileza, siempre encontrando nuevas ideas, y aunque alguna vez se detecta un traspié en una frase, la vitalidad de su sonido y la fuerza de sus pulmones dejan claro su magisterio.

Después de la andaluza «Recordando a Turina», Iturralde propone a la audiencia un acertijo: el cuarteto va a empezar una improvisación desde el principio, sin exposición, y solo al final se revelará el tema sobre el cual han tocado. Capas de sonido hard bop se suceden durante varios chorus hasta que el final reordenan los acordes y se descubre que el regalo es el chotis «Madrid, Madrid, Madrid». Aplausos, fans de pie y reverencia del cuarteto antes de marchar.

José Luis Carrasco y Pedro Iturralde

El concierto acaba, pero el músico permanece. Al cabo de un minuto se puede encontrar a la banda refugiada en el mismo cubículo desde el que salieron al escenario. Mariano Díaz pide algo de cenar, Richie Ferrer vende los discos a los interesados y se encarga de hacer fotos con Iturralde a quien lo pide. Asegura que al maestro le encanta encontrarse con su público. Y es cierto. Está justo ahí, dedicando un disco y chocando la mano a una pareja de australianos que le tratan poco menos que como a un héroe mitológico. Para mucha gente lo es.