De Ramón Bascuñana

Yo, José Hierro, un hombre
como hay muchos…

José Hierro

Tú, José Hierro, un hombre como muchos, aunque
también, un hombre como hay pocos, nunca vencido,
vagas por los pasillos del hotel del recuerdo,
restañando las antiguas heridas con versos
de cristal escritos en la lluvia de noviembre.
Entras en el silencio de las habitaciones
como quien busca preguntas simples y adecuadas
a las tristes y eternas respuestas que posee.
Todo es trivial cuando la muerte impone sus leyes
en el orden moral de los acontecimientos.
Este hotel es la vida y cada estancia conserva
los restos de un naufragio y el cadáver secreto
de un amor bendecido por el ángel del tedio.
Hurgas en los cajones de las mesas de noche
y abres las ventanas cerradas del olvido.
Si te asomas, la ciudad puede ser cualquier ciudad,
pero prefieres mirarte en la dulce quietud
de los espejos sin fondo que te desconocen.
Su tersa superficie refleja un desacuerdo
entre la voz que canta y el hombre que observa.
Es como la distancia que separa dos rosas:
la rosa de los vientos de la rosa del mundo.
Tú, José Hierro, fantasma de ti mismo, la voz
ronca de nicotina y los ojos alegres,
como pájaros ciegos en el cielo del tiempo,
habitas ya por siempre el hotel del recuerdo.
Te acompañan Juan Sebastián (Bach, naturalmente)
y, por qué no, Mahalia Jackson y Wolfgan
Amadeus Mozart. Y, por supuesto, Beethoven.
Te acompañan las sombras del pasado, espectros
de los días radiantes de una vida gozosa.
Y cuando cae la tarde, sentado frente a un whisky
en la barra del bar, rescatas antiguos versos
que restañan heridas de un futuro imposible:
Mala gente que pasa cantando por los campos.
Aunque el camino es áspero y son duros los tiempos,
cantamos con el alma. Y no hay un hombre solo
que comprenda la viva razón del canto nuestro.