La propuesta es tan simple en apariencia como imposible en la práctica: burlemos a la muerte. Ésta debería ser un fin, pero amigos —nos dice el autor—, es literatura, donde morir no es seguro. Y la poesía arranca en una suerte de reencarnación que nace de las lágrimas.
El dedo se desliza
sobre la página impresa
de izquierda a derecha,
inseguro y tembloroso.
Sin embargo
es lo único que hay
cierto. El aire,
en cuya densidad boqueo
—mi día a día—,
es la incerteza:
no saber más que
no saber
en ningún momento
qué hacer
o qué
pensar.
Todo es distinto cuando algo cambia: Ulises perdió la culpa cuando perdió también la fuerza, y a Polifemo el tiempo le dejó sin luz y con la nada.
Cuando los bultos acuarelan rojo, ignoramos la presencia, pero nos sabemos existentes en cada anónimo intento por respirar, aunque no distingamos un recuerdo del recuerdo de un recuerdo. El miedo sirve para saber que estamos vivos.
El miedo sirve para saber que estamos vivos y no estamos solos, y que ni siquiera la muerte nos pertenece.
Sería más sencillo morir solo, sin las llamas de un hogar donde
esconderse.
¿Y por qué no hundirnos? ¿Por qué perder el tiempo pensando que no es justo? Arrastramos un tiempo vivido. Pasado y presente son lastre, somos lo que hemos sido, incluyendo los errores, y esa carga nos conduce al fondo. No somos seres vacíos, en nuestra opacidad reside la obsolescencia programada, nuestro peso: no tendría sentido flotar, salvo que hubiéramos hecho algo mal.
Todo sigue igual, un día después de otro día,
la ciudad no se derrumba, no sucumbe;
y a pesar de ello, todo cambia, pues varía
la luz, cambia el reflejo en el agua, el canto.
Todo es nada y vuelve después a empezar.
La rutina es desequilibrio. La poesía, el camino más recto hacia la cordura. Cada día buscamos metáforas que traigan la belleza que se enfrente a la mecánica, las curvas que se enfrenten a los ejes. Dejamos todo escrito antes de oxidarnos.
Porque… ¿cuál es la opción al hundimiento? ¿La inmortalidad? La abrazaríamos tan sólo para ser testigos del último exterminio. ¿Qué otro interés puede tener? ¿Perpetuar el hambre, los malos sueños, el dolor?
Reproducirse es dar sentido a la gangrena, justificarla.
¿Será por pánico a la muerte?
¿Acaso no ven que por su descendencia maldita no se imprime la
inmortalidad?
INMORTALIDAD:
sabemos que no la merecemos.
Cerca del final, recordamos. Siempre cerca del final. Y todo habrá sabido a poco. Y tan cerca de la luz continuará la incertidumbre. Todas las incertidumbres menos una: la transparencia de la nada.
Pero existe un instante eterno para uno, infinitésimo para el resto, durante el que vemos el agujero en la tierra y los rostros quebrados tras el cristal. Y alguien abre un cuaderno en blanco para empezar de nuevo.
Y por fin la noche.
Se descuelga el ocaso y cesa todo
y se cierran azucenas detrás de los cristales.
Con la noche
crece un hilo de plegaria al que me uno.
Y hablo
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