Contar historias. De eso se trata. Eso pretendemos cuando escribimos y eso buscamos cuando leemos. Y si se puede dar otra vuelta de tuerca, un paso más, mejor que mejor. La propuesta editorial que nos envió Javier Tortosa decía mucho más de lo que en ella había impresa. Lo vimos enseguida, mucho antes de recibir el manuscrito completo. Lo apreciamos nada más comenzar a leer ‘Inescrutables’, historia suma de historias; historia fruto del azar, la casualidad; historias creadas a partir de las de otros que terminan siendo parte de la de uno mismo al recordar el tortuoso bucle en el que se vio envuelto aquel desconocido, o al reconocer al padre de un amigo bajo un rostro de hojalata.  El autor nos remitía, además, a un blog; a su blog, germen de esta obra, el cual visitamos de inmediato. Y en uno de aquellos relatos (o microrrelatos, apenas dos párrafos, una simple idea lanzada al vuelo) encontramos la semilla de la historia que, tal vez, Steinbeck no tuvo tiempo de escribir, con varios amigos brindando y celebrando nadie sabe qué, como compadres (siempre en castellano en los originales del Premio Nobel americano) reunidos alrededor de una hoguera en Cannery Row o Tortilla Flat.

Y es que dos premisas sobrevuelan esta obra: las grandes historias son sumas de pequeños momentos y las mejores historias suceden cuando se cuentan, cuando echamos la vista atrás antes de despedirnos, por un tiempo o para siempre, antes de subir al coche, apretar el gatillo o, sencillamente, tomar otro trago.

Harvey Townshend mira por la ventana y ve una valla sin pintar. Tenemos una historia. Sí, porque ese gesto tan sencillo y cotidiano lo transporta al pasado, cuando intentaba aprender a patinar, pero también al futuro, a la próxima visita del tío Fred. Y en esas cábalas escucha a una vecina llamando al gato, y planifica sus vacaciones, y recuerda a un desaparecido amigo, y a vueltas con la valla sin pintar recuerda que tiene pendientes varias chapuzas aquí y allá, también en casa de su madre, y entonces aparece el pequeño Harvey, cinco años, sonrisa en la mayor, rock and roll…

Así arranca ‘Trazos en falso’, a la de tres, como reza el título de su primer relato, para continuar con el ya mencionado ‘Inescrutables’, porque inescrutables son los caminos del Señor, como decía el reverendo McLennan. Y es que la providencia y el destino juegan un papel primordial en esta historia —el relato ‘Inescrutables’— y en esta suma de historias que es ‘Trazos en falso’, un libro de relatos que deja poso de novela, de profunda historia compuesta de retales y con su propia banda sonora.

Grandes historias que pueden descomponerse en infinidad de pequeños hechos, detalles, muescas de una vida. Latigazos de realidad que desembocaran en nubes con forma de pistola y lluvia de balas. Historias que surgen, también, al tomar una salida, sea correcta o equivocada. ‘Trazos en falso’ es, pues, una carretera.  Y como en una road movie, sus páginas evocan constantemente huidas y regresos, idas y venidas, dudas y certezas, errores y aciertos.

Trazos en falso narrados con el pulso de Auster, la rabia de Bukowski y la media sonrisa de Steinbeck. Trazos de la vida del niño de cinco años que quiere unos patines, de viejos roqueros que, como tales, nunca mueren y buscan otro trago de bourbon antes de dormir, de ancianos jardineros que desentierran el pasado y viejos escritores que apuestan en el hipódromo (sí, ese viejo escritor), de infartos, jubilaciones y entrevistas por televisión; de vidas que no son sino un suicidio a cámara lenta; de Austin, amigo y consejero, como todo tabernero que sabe hacer su trabajo, que no es otro que el de estar ahí; de Allan Seldom, que estuvo ahí para contarlo, y de Harvey Townshend, que estuvo ahí para escucharlo. Sin olvidarnos del Gran Sammy, de Rose, de Bianca Baars y de una joven que extiende el mapa de carreteras sobre la mesa de la cafetería, sin saber a dónde ir. Todos estuvieron ahí.

Porque Albert Lea es, en definitiva, el lugar al que hay que ir, el lugar donde hay que estar. Y te invitamos a conocerlo. Salida 90 dirección Fargo. Pide tu cerveza Samuel Adams y un bourbon sin hielo cuando llegues al bar de Austin. A la cuenta de Boria Ediciones. Tranquilo, nos conocen.